Por la república social
Frédéric Lordon (éste es un extracto del artículo publicado en Le Monde diplomatique de abril de 2016)
La igualdad democrática es detestar lo arbitrario que somete a un hombre a la desiderata soberana de otro, por ejemplo: trabajarás aquí, y después no, lo harás allí; harás lo que te digamos y como te digamos; y es posible que dejemos de necesitarte; si te molesta, es tu problema, no el nuestro, que es simplemente que tú te vayas. Nos obedecerás por una simple y buena razón: vivirás con miedo. No hay un solo empleado que no haya experimentado el poder del miedo. El miedo es el último recurso del imperio propietario, el que cualquiera experimenta cuando sus propias condiciones existenciales se entregan al empleador soberano.
Los pocos que, por ejemplo en la empresa, someten unilateralmente a todos los demás a sus reglas, eso es cualquier cosa menos democracia
No hay vida colectiva —y la producción es parte de ella— sin reglas. Tal y como lo demostró Rousseau, la autonomía no es la ausencia de reglas, sino seguir las reglas que uno ha establecido para sí mismo. ¿Pero quién es este “uno” sino el conjunto de personas que se someten libremente a esas reglas —libremente porque son las suyas—? Los pocos que, por ejemplo en la empresa, someten unilateralmente a todos los demás a sus reglas, eso es cualquier cosa menos democracia. Pero, efectivamente, ¿de qué otra manera se puede denominar un sistema que funciona no con deliberaciones sino con obediencia y con miedo más que como “dictadura”? Un “demócrata” estaría de acuerdo inmediatamente, observándolo en la esfera política. Pero esto deja de parecerle un problema en cuanto cruza la puerta del lugar de trabajo —en realidad ni siquiera lo ve—. ¿Cómo puede ser que todos los amigos de la república actual, reconocibles fácilmente porque tienen la boca llena de “democracia”, puedan tolerar así la negación radical de toda democracia en la vida social? ¿Cómo pueden justificar que, más allá de la pantomima quinquenal, toda la vida concreta de las personas haya quedado reducida a una forma maquillada de Antiguo Régimen donde unos deciden y otros se someten? ¿Cómo se las arregla el gargarismo democrático con el hecho de que, en la condición salarial, y una vez descubiertas las concesiones superficiales (o los montajes fraudulentos) de la “gestión participativa” y de la “autonomía de las tareas”, los individuos, atados a finalidades que no son las suyas —la valorización del capital—, se ven en realidad desposeídos de cualquier decisión sobre su existencia y reducidos a esperar de forma pasiva la suerte que el imperio propietario les imponga —porque, para muchos, ésa es la vida del empleado: la espera de “lo que va a pasar”—? [...]
En una república completa, nada puede justificar que la propiedad financiera de los medios de producción (porque, por supuesto, se trata sólo de esta propiedad) sea un poder —necesariamente dictatorial— sobre la vida. El sentido político de la república social es éste: la destitución del imperio propietario, el fin de su arbitrariedad sobre las existencias, la democracia extendida, es decir, la autonomía de las reglas que se fijan los colectivos de producción; por lo tanto, su soberanía política. Digamos las cosas de forma más directa aún: a una Constitución de una república social le corresponde la abolición de la propiedad lucrativa —por supuesto, no mediante la colectivización estatal (cuyo balance histórico es suficientemente conocido...), sino a través de la afirmación local de la propiedad de uso, a imagen de todo el movimiento de sociedades cooperativas y participativas (SCOP por sus siglas en francés), de las empresas autogestionadas de España o de Argentina, etc.: los medios de producción “pertenecen” a quienes los usan. El hecho de que una colectividad productora se entregue a la actividad particular de proveer bienes y servicios no le impide recibir, precisamente porque es una colectividad, el carácter de una comunidad política —y de ser autogobernada en consecuencia: democráticamente-.