¿Existe un modelo (de gasto) social vasco?
Joaquín Arriola, Doctor en Economía, profesor titular de Economía Política en la Universidad del País Vasco (artículo publicado en Noticias de Álava)
El gasto social consiste en su mayor parte en transferencia de dinero y, en menor medida, en la provisión de servicios al margen del mercado, esto es, distribuidos en función de la necesidad y no del precio y la renta de los consumidores, sobre todo los servicios de salud, asistencia social y vivienda.
Como la educación se produce y distribuye también en su mayor parte por reglas administrativas, muchos consideran que también el gasto educativo público forma parte del gasto social. Pero, en sentido estricto, el gasto educativo cumple en primer lugar una función económica, mejorar la capacitación de la fuerza de trabajo; y en segundo lugar, una función de encuadramiento social, necesario también para el funcionamiento de la economía de mercado (por ejemplo, un analfabeto difícilmente podrá ser consumidor de productos digitales). Es por este componente productivo que el gasto educativo no se considera gasto social.
Ahora bien, en términos de esfuerzo, es decir, del porcentaje del PIB que se destina a estos menesteres, Euskadi, con un 24,9% en 2014, está incluso por detrás de la media española (25,4%)
El gasto en protección social en la UE permite establecer cuatro niveles: los países que gastan más de 10.000 euros por persona (Benelux, los países nórdicos, Austria, Alemania, Francia y Gran Bretaña);los que gastan entre ocho mil -media de la UE- y diez mil euros (Italia, Irlanda);los que gastan entre cuatro y ocho mil euros (España, Chipre, Eslovenia, Grecia, Portugal);y el resto, que con menos de 3.500 euros por persona difícilmente se puede decir que dispongan de un sistema de protección social articulado.
Euskadi, con 7.700 euros de gasto por habitante, se situaría en la segunda división. Euskadi destina unos 2.000 euros por persona más que la media española a gasto social; ahora bien, en términos de esfuerzo, es decir, del porcentaje del PIB que se destina a estos menesteres, Euskadi, con un 24,9% en 2014, está incluso por detrás de la media española (25,4%) y por supuesto, muy por detrás de la media de la UE (28,7%). Para situarse en porcentajes similares a los de la media europea, Euskadi tendría que destinar casi 1.200 euros más por persona y año a gastos sociales.
Euskadi destina a gasto sanitario 2.000 euros por persona, unos 500 euros más que la media estatal, pero aún siguen siendo 350 menos que la media europea. El gasto en apoyo a las familias y la infancia es ridículo, apenas un tercio de la media comunitaria, lo mismo que el gasto en vivienda social, apenas un 40% de dicha media. El gasto social en vivienda apenas llega a un 0,8% del PIB en Euskadi, cuando lo habitual en los países de Europa occidental es que se sitúe entre el 1,5% y el 2,5%. Este ínfimo nivel de gasto en vivienda -en España apenas llega al 0,4% del PIB- seguramente tiene relación con la importancia de la especulación inmobiliaria como mecanismo preferente de acumulación de capital de las grandes empresas nacionales. El único país grande con un nivel de gasto inferior al español, Italia, se caracteriza por tener un sector inmobiliario caótico y fuertemente penetrado por las mafias.
La mayor diferencia entre el gasto social en Euskadi y en España se da en el gasto en pensiones, 1.300 euros por habitante, considerando las pensiones de invalidez, de jubilación y las no contributivas. De hecho, la mayor parte del gasto social en Euskadi lo realiza la administración central a través de la Seguridad Social: de los aproximadamente 17.000 millones de euros de gasto social, 10.000 provienen de las transferencias de la Seguridad Social en pensiones o en gasto por desempleo, unos 100 euros por persona más que España, 300 más que la media de la UE. Es decir, el mayor diferencial se da en las partidas que financian directamente los trabajadores con las cotizaciones sociales, unas cotizaciones que, por cierto, recaudan en Euskadi unos 2.000 millones de euros menos que el gasto correspondiente.
Donde sí hay un “hecho diferencial” es en la ayuda a la exclusión social. La UE destina a los más pobres en torno al 2% del PIB;España un 1% y Euskadi un 3%. Sólo Lituania, Chipre, Eslovenia, Holanda y Dinamarca hacen un esfuerzo mayor en este ámbito aunque en gasto per capita los 230 euros de Euskadi nos sitúan muy por detrás de los entre 300 y 450 de Bélgica, Finlandia, Francia, Luxemburgo y Suecia o los más de 600 de Dinamarca y Holanda.
Por muy significativas que sean la RGI y el resto de las medidas de apoyo a los sectores sociales más empobrecidos, lo cierto es que este tipo de gasto social no es suficiente para poder hablar de un modelo de gasto social. Por ejemplo, el problema demográfico del envejecimiento, que está adquiriendo tintes dramáticos en nuestro entorno (en quince años, los jóvenes y adolescentes serán 3.500 más que ahora, los mayores de 70 años, 36.000 más), contrasta con la morosidad del Gobierno Vasco y las diputaciones forales en las políticas de familia, tanto en materia de cuidados como de apoyo a la natalidad.
Más allá de aspirar a lograr los estándares europeos de protección social todavía vigentes, se puede pensar en llevar a cabo una política de ampliación de lo que se considera necesidades básicas, incluyendo necesidades culturales, de alimentación, transporte, cuidados personales, etcétera. En ese caso, estos bienes y servicios deben ser provistos para toda la población al margen de su nivel de renta, es decir, mediante una distribución administrativa, por procedimientos más o menos democráticos, y no por el mercado.
Ello sería muy útil de paso para compensar la creciente desigualdad y polarización en la distribución del ingreso que se experimenta en las sociedades capitalistas desarrolladas desde hace tres décadas, pues la provisión de servicios públicos, si se distribuyen de forma universal, tienen un efecto redistributivo hacia abajo aún más relevante que las transferencias de renta por vía fiscal, que suelen ser financiados casi en exclusiva con cotizaciones e impuestos por los asalariados.
Avanzar hacia un nuevo modelo de gasto social no es así un problema de transferencias crecientes de renta, y por tanto de recaudación, sino de ampliación del espacio de los bienes comunes, requisito para avanzar en la gestión democrática de la producción y de la economía.
Una política en este sentido, por ahora, está excluida de lo que es posible llevar a cabo dentro de la Unión Europea, donde el pacto por el euro y el pacto de estabilidad y crecimiento han establecido un cerrojo político frente a cualquier intento de ampliar la esfera de lo público. Pero no por ello deja de ser la única alternativa posible a la creciente polarización y pobreza, incluso en las sociedades que antes se denominaban “del bienestar”.