Evgeny Morozov: «El problema no es la tecnología, sino la falta de rigor intelectual y de imaginación creativa de la izquierda política»
Me gustaría avanzar en tres ideas. Primero, me gustaría compartir mis reflexiones sobre por qué la tecnología ha desaparecido de la agenda de las fuerzas progresistas. En segundo lugar, me gustaría señalar algunos ejemplos históricos del sur global que ilustran cómo politizar la tecnología y que hemos olvidado. En tercer lugar, me gustaría señalar que aprender de estos ejemplos no es suficiente. El problema no radica realmente en la falta de una visión tecnológica, sino más bien en la falta de una visión política.
¿Por qué la tecnología rara vez es una cuestión estratégica para la izquierda?
El problema principal tiene que ver con la hegemonía intelectual que tienen algunos enfoques procedentes desde Estados Unidos a la hora de entender qué es la tecnología, de dónde procede y cuáles son los factores más relevantes de su desarrollo. La perspectiva norteamericana responde a estas tres preguntas de forma enormemente simplista.
En primer lugar, la tecnología se refiere principalmente a los medios de comunicación, de acuerdo con la definición amplia del término, tal y como Marshall McLuhan la enmarcó hace muchas décadas. Esto ha dado lugar a todo tipo de debates sobre los efectos que tiene la tecnología en la sociedad. Si bien algunos de estos temas son importantes, una perspectiva centrada en los medios de comunicación deja de lado la función más importante que tiene la tecnología moderna para los proyectos de izquierda. Más que un medio de comunicación, la tecnología también son medios de producción y reproducción social.
El segundo supuesto erróneo es que la tecnología se basa siempre sobre la visión que tienen los empresarios o los capitalistas de riesgo.
Por último, el tercer supuesto es que la política pública se tiene que limitar a regular y quizá acelerar el despliegue de la tecnología, pero nunca puede desarrollar tecnologías diferentes. Además, todo ello casi siempre ocurre en el contexto nacional porque al margen de consideraciones varias sobre la guerra global de la información y las noticias falsas, parece que no hay necesidad de pensar en la tecnología en el contexto internacional.
Estas tres visiones han estado presentes en el debate público durante décadas. La izquierda las ha aceptado todas, aunque sus posiciones pueden parecer radicales o antisistémicas. Pero por mucho que las posiciones izquierdistas en estos debates parezcan radicales, ello no hace que los límites inherentes a los supuestos originales de la tecnología dejen de ser problemáticos. Por ejemplo, aceptar que la lente correcta para entender Facebook, Twitter y Google es mirarlos como medios de comunicación, tiende a sesgar las discusiones políticas sobre la tecnología hacia cuestiones como la libertad de expresión, la privacidad de los datos, la circulación de la información en la esfera pública, etc. Todas estas cuestiones son muy importantes, pero no son cuestiones sobre las que la izquierda tenga mucho que decir que sea realmente original y radical. Más bien, estas cuestiones forman parte del legado intelectual y político que la izquierda comparte con la ideología liberal, pero no es el terreno más fructífero para las posiciones de izquierda. ¿Cuáles son las cuestiones que la izquierda debería problematizar?
El segundo supuesto erróneo que comentaba es que la asunción de riesgos empresariales es fundamental para la aparición de nuevas firmas tecnológicas o startups. Mantener esta posición implica borrar de un plumazo todo el contexto histórico, económico y geopolítico, en el que surgen las empresas tecnológicas. Es de una miopía extrema porque ignora muchas dinámicas y procesos oscuros, desde el imperialismo hasta el militarismo, que explican los éxitos históricos de esos Estados emprendedores.
Seré muy claro al respecto. Pónganse en la piel de un ciudadano de Vietnam, Laos o Camboya de principios de la década de 60, cuando Estados Unidos estaba desplegando la tecnología más avanzada para advertirles en el campo de batalla. Creo que alguno de ellos celebraría felizmente los frutos del estado emprendedor estadounidense, concentrando cómo estaba en desarrollar tecnología para el ejército del Pentágono, aunque ello finalmente nos trajera un dispositivo electrónico como el iPhone.
En otras palabras, necesitamos contar una historia de la innovación tecnológica, que no sea ciega a la forma en que tales innovaciones son a menudo el producto de las guerras, la competencia capitalista, el imperialismo, el colonialismo y un montón de otros procesos capitalistas. Por poner un ejemplo más reciente sobre la importancia de entender la tecnología en el contexto de la economía política, podemos afirmar que gran parte de la economía digital actual, sea Uber, Airbnb o WeWork, nunca hubiera sido posible sin la crisis financiera, que tumbó los tipos de interés, lo que a su vez abarató el acceso al crédito y engrasó las ruedas del capital de riesgo para que inyectará dinero en startups. Dado que Uber no ha obtenido beneficios hasta este trimestre, es decir, estuvo quemando el dinero de los inversores durante más de una década, la crisis financiera de 2008 puede ser una explicación mucho más sólida sobre su éxito que el ingenio de sus fundadores.
Tenemos que entender bien este tipo de historias. Si no lo hacemos, cualquier esfuerzo por hacer que los Estados emprendan y se parezcan más a las startups, lo que a mucha gente de izquierdas la parece una propuesta atractiva, irá en la dirección equivocada, ya que el éxito de las startups que quieren emular se debe a fuerzas que apenas comprendemos.
El tercer supuesto que muchas personas en la izquierda aceptan, es que, de alguna manera, la competencia capitalista ya nos habría dado un conjunto casi perfecto de infraestructuras tecnológicas. Dado este contexto, las tareas que tenemos pendientes son relativamente escasas. Por ejemplo, bastaría con grabar fiscalmente a estas empresas. Algunas posturas más radicales afirman que necesitamos nacionalizarlas. Aquí es donde, en mi opinión, los paralelismos históricos no siempre son útiles. Organizar la infraestructura tecnológica, no es como extraer petróleo de la tierra nacionalizando las empresas energéticas. Este último proceso no necesita mucho desarrollo, se extrae o no se extrae energía. Las infraestructuras del conocimiento funcionan de otra forma, no existe una única forma de gestionarlas y la eficiencia de la operación es un valor importante que tener en cuenta a la hora de maximizar el proceso, pero no es de un valor único.
La forma en que Google organiza la información para nosotros mediante un motor de búsqueda, y la manera en que funciona la inteligencia artificial generativa, a través de una interfaz de chat, son dos ejemplos. En ambos casos, el éxito de estas tecnologías tiene que ver con el poder geopolítico -económico de las empresas que prestan estos servicios. Tal vez queramos crear un índice público de todas las páginas del mundo, como ha hecho Google, para luego proclamarlo como propiedad pública y solo entonces permitir que empresas como Google entren u ofrezcan servicios de búsqueda. No es así como funcionan ahora nuestras infraestructuras tecnológicas. Google es quien indexa todas las páginas a un coste inmenso y todos los demás actores tienen que trabajar con Google como intermediario.
Se puede pensar en muchas otras partes del ecosistema digital, desde el rastro que dejan nuestras conexiones hasta nuestra identidad digital. Que pueden arrebatarse a las empresas tecnológicas y convertirse en bienes públicos e infraestructuras digitales. Para ello, hay que abandonar la suposición estadounidense de que las empresas tecnológicas ya han creado el mejor universo tecnológico posible y que lo único que podemos hacer es humanizarlo, o al menos grabarlo con impuestos.
Estas son las tres razones por las que muchos en el norte global son incapaces de desarrollar la imaginación política e institucional adecuada para siquiera empezar a abordar la tecnología como el terreno de lucha política.
¿Qué podemos aprender del sur global a la hora de politizar la tecnología?
Quizás sepan que el año pasado publiqué un podcast llamado The Santiago Boys, un esfuerzo por analizar algunas de las iniciativas tecnológicas en América Latina ocurridas a finales de los 60 y principios de los 70. Gran parte del podcast trata de los esfuerzos de Salvador Allende, pero también introduzco discusiones sobre Brasil, Perú, Argentina, Cuba y otros.
El elemento central del podcast es el legado del Proyecto CYBERSYN, Proyecto 5, el Sistema Informático de Allende para gestionar la economía nacional. Lo que descubrí, para mi sorpresa, es que en aquella época la tecnología no se consideraba en absoluto como un medio de comunicación, sino como un factor importante de la producción. Entonces, no había ninguna confusión sobre los estrechos vínculos entre los gigantes tecnológicos como ITT, el primer propietario de Telefónica, el poder estatal estadounidense. En otras palabras, no había confusión acerca de aquello: una alianza militar geopolítica y financiera, en la que el Pentágono, Wall Street y más tarde la CIA desempeñaban un papel crucial en la expansión internacional de empresas como ITT. Haydn, por cierto, intentó nacionalizarla y tras tratar de impedir su victoria electoral, ITT continuó financiando a los opositores durante toda su presidencia.
Trabajando en mi podcast The Santiago Boys, he entendido por qué los gobiernos de Chile y Perú, y hasta cierto punto Brasil, antes de su propio golpe, eran mucho más inteligentes a la hora de politizar la tecnología. No estoy exagerando. Justo un mes antes del golpe de Estado en Chile, una reunión entre distintos gobiernos latinoamericanos ocurrida en Lima, incluso pidió la creación de un Fondo Internacional de Tecnología, un esfuerzo desde la izquierda por crear algo parecido al Fondo Monetario Internacional, pero para compartir el conocimiento tecnológico, las patentes entre países de lo que hoy llamaríamos el Sur Global.
La razón por la que creo que estos países eran mucho más inteligentes es que partían de un marco analítico completamente distinto, el de la Teoría de la Dependencia. La principal conclusión de los teóricos de la dependencia era que la tecnología era el medio por el cual el imperialismo sobreviviría. De esta forma, los gigantes tecnológicos estadounidenses estarían explotando el avance tecnológico para sesgar la industrialización de América Latina, de tal manera que la parte que estos países pagaban por diversos servicios tecnológicos siguiera creciendo, incluso a medida que se industrializaban. La predicción de estos teóricos de la dependencia sigue siendo válida hoy en día, sólo que tenemos que sustituir la industrialización por la digitalización.
Una vez que lo hagamos, la dinámica sería la misma: los países de la periferia, y eso incluye a la mayoría de los estados europeos, están abocados a tener sólo una versión truncada de la digitalización, en la que se lleve a cabo un mínimo de mejoras y reformas, pero sólo creando dependencias cada vez mayores sobre la computación en nube o de los servicios de inteligencia artificial, ofrecidos por gigantes de extranjeros en su mayoría de Estados Unidos, pero también de China.
La razón por la que a tantos miembros de la izquierda europea les resulta casi imposible desarrollar críticas similares a las de los países de América Latina hoy en día, es que el desarrollo tecnológico, la industrialización y el papel que debe desempeñar el Estado-Nación en la aceleración de ambos, no existe en los debates públicos. Ello se debe en parte a que, en el contexto europeo, los siglos de colonialismo, combinados con algunos de los avances del movimiento obrero, dieron lugar a resultados relativamente positivos, como la aparición del estado de bienestar.
Así pues, la presión para modernizarse, industrializarse y desarrollarse es mucho menor en Europa que en muchas partes de Asia y América Latina. No es de extrañar, por tanto, que existan tan pocas reflexiones interesantes sobre la tecnología como fuerza geopolítica o geo-económica. No puede ser de otro modo, ya que gran parte de esa teorización parte de las condiciones de abundancia y comodidad occidentales, donde en el mejor de los casos estamos pensando en el decrecimiento y el cambio climático, moviéndonos casi en la dirección opuesta a la de América Latina y Asia. Es importante entender que, en teoría, nada nos impide analizar la tecnología como un instrumento facilitador del decrecimiento, pero hemos de hacerlo en el contexto de la Teoría de la Dependencia, sin ignorar las relaciones de poder.
Por último, permítanme hablar también de las limitaciones de enmarcar todo este debate bajo el prisma de la economía. Aquí es donde creo que sería útil mantener un debate mucho más amplio sobre lo que significan el socialismo y el comunismo hoy en día. Yo tengo una definición muy idiosincrásica de ambos, que se centra en darnos a todos la oportunidad de aprovechar al máximo nuestras vidas y talentos, de tal manera que el poder, tal y como se manifiesta en las relaciones de clase o las gestiones raciales, patriarcales o el legado colonialista, por poner algunos ejemplos, no se interponga en nuestro camino. Esta búsqueda del devenir no puede, por supuesto, ser sólo la de los individuos. Me refiero más bien al devenir colectivo, uno en el que operamos dentro de las limitaciones que nos impone la presencia de otras personas y grupos sociales. Ahora bien, si ese es nuestro objetivo, asegurarnos de que todos podemos sacar el máximo partido de nuestras vidas y, por tanto, hacerlo como miembros de una asociación colectiva y no sólo de individuos, entonces hay mucho que la tecnología puede hacer para ayudarnos.
Obviamente, la tecnología es siempre una forma de dominar e inventar nuevas prácticas sociales, lo que podríamos llamar relación social, y de extenderlas a toda la sociedad, así como de coordinar nuestra convivencia en sociedad. Puede que a estas alturas se hayan dado cuenta de que, en cierto modo, esto es también lo que promete el mercado. Permite a individuos y grupos inventar cosas, empaquetarlas y luego recaudar los fondos necesarios para expandir sus inventos y difundirlos para todo el planeta. Este sistema de mercado conlleva muchos costes y debemos ser conscientes de ellos, pero hemos de defender que no es el único sistema posible. Hay muchos otros mecanismos a través de los cuales coordinamos y propagamos la retroalimentación o el feedback, en la sociedad. Sin duda, la tecnología puede ayudar a inventar, ampliar e institucionalizar muchos otros mecanismos de coordinación social mejor que el mercado.
En última instancia, uno de los principales argumentos que los neoliberales movilizaron contra el socialismo, es que no innova lo suficiente. Con el socialismo y el comunismo del pasado, ambos orientados únicamente a la satisfacción de las necesidades mediante un sistema de planificación central, esta crítica tenía cierto sentido. Pero otro tipo de socialismo, más centrado en ampliar nuestros deseos subjetivos y no sólo en satisfacer necesidades objetivas, así como en ayudarnos a desarrollar nuevas habilidades y formas de entender del mundo, las formas pueden cambiar. Bajo el nuevo socialismo quedará de manifiesto que el capitalismo es un sistema realmente poco nuevo. En este tipo de sistema alternativo, la tecnología desempeñará un papel central, pero no como mera facilitadora de la planificación, como predican planteamientos como el ciber-comunismo, por ejemplo.
Este es, en definitiva, el mensaje que me gustaría transmitirles esta tarde. La razón por la que la izquierda no sabe lo que puede hacer con la tecnología es sobre sobre todo porque no quiere una visión política atractiva sobre cómo reinventar el socialismo y librarlo de muchos prejuicios cientifistas y modernistas de su paquete original. El problema no es la tecnología, sino la falta de rigor intelectual y de imaginación creativa. Podemos solucionarlo siempre y cuando nos demos cuenta de que la propia izquierda debe ser menos algorítmica y aprender a orientarse a sí misma y también a su pensamiento.