¿Bastan las ideas para cambiar el mundo? Lo que no es la batalla cultural
Razmig Keucheyan, profesor de Sociología en la Universidad de Burdeos (artikulu hau Le Monde diplomatique-n argitaratu da)
Después de muchos otros, Najat Vallaud-Belkacem lo repite en un artículo publicado en enero de 2018: el Partido Socialista ha perdido la “batalla cultural” -la expresión aparece tres veces-. Sin embargo, cuando François Hollande ganó las elecciones presidenciales de 2012, el Partido Socialista francés detentaba todos los resortes del poder: el Elíseo, Matignon, la Asamblea Nacional, pero también el Senado y veintiuna de las veintidós regiones. Nada parecía impedir la implantación de la política de izquierdas que Vallaud-Belkacem, en el gobierno durante toda la legislatura, anhela retrospectivamente. Pero, por lo que parece, soplaban vientos contrarios con demasiada fuerza. La “batalla cultural”, ese misterioso genio que refrena el ímpetu de los sucesivos gobiernos de izquierda, estaba perdida.
El argumento de la “batalla cultural” sufre de un defecto análogo. No es propiamente hablando falso, pero conduce a una estrategia política problemática. Resulta de una lectura apresurada de Antonio Gramsci y su concepto de hegemonía
En la izquierda -sin distinción de sensibilidades- circulan actualmente ideas que parecen políticamente pertinentes pero que se revelan peligrosas. Una de ellas es el argumento del “99%”. Apoyándose en estadísticas establecidas por los economistas Emmanuel Saez y Thomas Piketty, el movimiento Occupy Wall Street avanzó en 2011 la idea de que la humanidad se dividiría en dos grupos: uno, el “1%” de los más ricos, capta la mayor parte de los beneficios del crecimiento; ese “99%” restante sufre desigualdades cada vez más acusadas. El argumento se reveló eficaz por un tiempo, provocando movilizaciones en diversos países. Pero el problema pronto se hizo patente: el “99%” forma un conjunto extremadamente dispar. Esta categoría incluye tanto a los habitantes de las chabolas de Delhi o Río de Janeiro, como a los prósperos residentes de Neuilly- sur-Seine o Manhattan que simplemente no son lo bastante ricos como para formar parte del “1%”. Resulta difícil imaginar que los intereses de estas gentes converjan o que constituyan algún día un grupo político coherente.
Las políticas redistributivas y de reconocimiento de los derechos de las mujeres que concedió fueron implantadas menos como resultado de una “batalla de ideas” que por la presión del bloque del Este y de poderosos movimientos sociales
El argumento de la “batalla cultural” sufre de un defecto análogo. No es propiamente hablando falso, pero conduce a una estrategia política problemática. Se encuentra a menudo en la izquierda, en el Partido Socialista, en Francia Insumisa, pero también en la derecha, especialmente en las corrientes que se declaran herederas de la “Nueva derecha”. Resulta de una lectura apresurada de Antonio Gramsci y su concepto de hegemonía. La idea es simple: la política descansa en última instancia sobre la cultura. Poner en marcha una política requiere previamente que el vocabulario y la “visión del mundo” sobre los cuales descansa se impongan al mayor número de gente posible. Si los gobiernos no aplican su programa, no es porque carezcan de valentía y ambición, ni porque rehúsen defender los intereses de los que les han elegido: el “fondo del ambiente” político se opone a su aplicación. Por lo tanto, habría que modificar la atmósfera a fin de volver concebible la política en cuestión.
Imaginar que basta con ganar la “batalla de las ideas” para que el sistema cambie es exponerse a desilusiones
En la era de Facebook y Twitter, se comprende el atractivo de este argumento. Al suscribirlo, se puede hacer política cómodamente desde casa, ante la pantalla del ordenador. Dejar un comentario en una página web o escribir un tuit iracundo se convierten en actos políticos por antonomasia. Al igual qué publicar peticiones o vengativas opiniones en las columnas de diarios con audiencias en declive acariciando la esperanza de que estos textos den la “vuelta a Internet”.
Por supuesto, la “batalla cultural” tiene su importancia. Por ejemplo, China toma actualmente muy en serio la cuestión de su softpower. Se trata de un concepto elaborado por el politólogo estadounidense Joseph Nye, que ha asesorado a varias administraciones demócratas desde Jimmy Cárter. Según Nye, en el siglo XX el poder de un país se mide menos por su hardpower, es decir, su poderío militar, que por su capacidad de influir en la esfera pública global transmitiendo una imagen positiva de sí mismo.
Contrariamente a lo que algunos intérpretes le hacen decir, Gramsci nunca quiso hacer de la “batalla cultural” el núcleo de la lucha de clases. Articular un “frente cultural” con los frentes económico y político ya existentes: esta es su gran idea
El Gobierno chino organiza así la actividad de netizens (contracción de net y citizens), ciudadanos que intervienen en Internet defendiendo los intereses de su país. Como sugirió el presidente Xi Jinping en un discurso en el XIX Congreso del Partido Comunista chino en octubre de 2017, se trata de “contar bien el relato de China y de construir su soft power” difundiendo en Internet “energía positiva”. De acuerdo, pero resulta que tras los batallones de netizens chinos se encuentra una de las grandes potencias mundiales. El rango de China en las relaciones internacionales no resulta en primer lugar de su soft power o de cualquier “batalla cultural”, sino de su poderío económico, que sus dirigentes se dedican a transformar en poderío militar.
La expresión “batalla cultural” debe una parte de su éxito a la hipótesis según la cual, durante las últimas décadas, la derecha ha impuesto sus ideas, dando lugar a la mezcla de neoliberalismo económico y conservadurismo moral en la que ahora estamos inmersos.
Los verdaderos herederos de Gramsci
Para Gramsci, el sindicalista se encuentra a menudo en primera línea en el “frente cultural”. Por las luchas que organiza, hace evolucionar las relaciones de fuerza, dejando entrever así la posibilidad de otro mundo
Pero, para empezar, la derecha no ha tenido verdaderamente que ganar la “batalla cultural”, en la medida en que sus categorías fundacionales, como la propiedad privada de los medios de producción o la economía de mercado no han sido discutidas en lo fundamental desde mediados de los años 1970. Incluso la impresión de que la época post-mayo del 1968 constituyó la “edad de oro” de la izquierda y de que sus ideas eran hegemónicas, se sostiene en parte sobre una ilusión retrospectiva: en Francia, la derecha ocupó el poder sin interrupciones durante todo ese periodo. Las políticas redistributivas y de reconocimiento de los derechos de las mujeres que concedió fueron implantadas menos como resultado de una “batalla de ideas” que por la presión del bloque del Este y de poderosos movimientos sociales.
Ni siquiera está claro que el racismo, cuyo recrudecimiento es presentado a veces como un síntoma de “derechización” de la sociedad actual, se haya agravado, aunque haya cambiado de forma. La sociedad francesa de los años 1960 y 1970 sin duda no era menos racista que la actual. Desde los años 1970, el capitalismo ha sufrido profundas transformaciones: financiarización, hundimiento del bloque del Este e integración de esta región en la economía mundial, giro capitalista de China, desindustrialización, crisis del movimiento obrero, construcción neoliberal de Europa... En ese contexto de crisis y de restructuración del sistema, la derecha estaba lista para aprovechar la ocasión. No dejó de hacerlo, introduciendo en el debate público ideas coherentes en el ámbito político y económico. Pero la nueva hegemonía liberal solo pudo emerger tras los cambios estructurales que habían debilitado objetivamente a las fuerzas del progreso. Imaginar que basta con ganar la “batalla de las ideas” para que el sistema cambie es exponerse a desilusiones.
En diciembre de 2017, asalariados de la empresa de limpieza Onet, en la región parisina, lograron una victoria importante. Quizá no lo saben, pero los huelguistas de Onet son los verdaderos herederos de Gramsci
El argumento del “99%” y el de la “batalla cultural” revelan una misma concepción del mundo social. Aquella que considera la sociedad como una entidad diferenciada, como un espacio “fluido” que podría influir en un sentido u otro poniendo en circulación discursos. Las teorías de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, fuentes de inspiración de Podemos y de Francia Insumisa, son el perfecto ejemplo de esta concepción. Gente cercana al movimiento dirigido por Jean-Luc Mélenchon crearon a principios de año una cadena de televisión bautizada Le Média e impulsaron una escuela de formación. Según sus promotores, estos mecanismos pretenden dirigir la “batalla cultural”, preparar el terreno para otras políticas. Al hacerlo, Francia Insumisa se inspira, actualizándolas, de instituciones socialdemócratas y comunistas: la prensa obrera y la escuela de cuadros dirigentes. Estos permitían la difusión entre los militantes y su base social de una visión del mundo coherente.
Sin embargo, falta un elemento esencial: ¿qué clases sociales o coaliciones de clases serán los motores del cambio? ¿A quiénes se dirigen prioritariamente Le Média y la escuela de formación? Los comunistas tenían como base a la clase obrera y las clases aliadas, campesinado y fracciones subyugadas de las clases medias sobre todo. Ese era el “bloque social” al que se dirigían la prensa obrera y la escuela de cuadros dirigentes. ¿Pero en el caso de Francia Insumisa? Una “visión del mundo” solo se vuelve políticamente eficaz cuando se basa en una coalición de clases que se opone a otras clases. Queda por saber cuáles son las características de ese “bloque social” por venir.
Contrariamente a lo que algunos intérpretes le hacen decir, Gramsci nunca quiso hacer de la “batalla cultural” el núcleo de la lucha de clases. Refiriéndose a la evolución del marxismo de su tiempo, afirma que “la fase más reciente de su desarrollo consiste precisamente en la reivindicación del momento de la hegemonía como elemento esencial de su concepción del estado y en la “valorización” del hecho cultural, la actividad cultural, la necesidad de un frente cultural junto a los frentes puramente económicos y políticos”. Articular un “frente cultural” con los frentes económico y político ya existentes: esta es su gran idea. Esto no implica en ningún caso una preeminencia del “frente cultural” sobre los otros. Ni que ese frente se convierta en el coto vedado de militantes que operan en la esfera de las ideas. Para Gramsci, el sindicalista se encuentra a menudo en primera línea en el “frente cultural”. Por las luchas que organiza, hace evolucionar las relaciones de fuerza, dejando entrever así la posibilidad de otro mundo. Lo que Gramsci llama “cultura” difiere muy sensiblemente de lo que nosotros designamos habitualmente con ese término. El concepto de “hegemonía cultural” no designa el perorar incesante de intelectuales o dirigentes contestatarios en los medios de comunicación dominantes, sino la capacidad de un partido para forjar y dirigir un bloque social más amplio despertando la conciencia de clase. Ejemplos no faltan, ni en su época ni hoy.
En diciembre de 2017, asalariados de la empresa de limpieza Onet, en la región parisina, lograron una victoria importante. Estos subcontratistas de la Sociedad Nacional de Ferrocarriles (SNCF, por sus siglas en francés) encargados de la limpieza de las estaciones reclamaban su incorporación al convenio colectivo de la manutención ferroviaria de la SNFC, la retirada de una cláusula de movilidad que les obligaba a efectuar largos desplazamientos, el aumento del bono de comida y la regularización de compañeros “sin papeles”. Al término de una huelga de cuarenta y cinco días, obtuvieron la mayor parte de lo que pedían. Semejante lucha parecía aún más improbable puesto que fue dirigida por inmigrantes recientes, en una empresa subcontratista y en un sector en el que la interrupción del trabajo no tiene un impacto vital en el discurrir de la vida social. Bloquear una refinería es bloquear el país. ¿Pero dejar de limpiar una estación periférica en Seine-Saint-Denis...?
Y, sin embargo, a fuerza de perseverar, los huelguistas y sus delegados sindicales ganaron. Las transformaciones estructurales del capitalismo desde la década de 1970 han cambiado a la clase obrera. Esta ciertamente no ha desaparecido; se ha vuelto más diversa socialmente, étnicamente y espacialmente. Librar la “batalla de las ideas” consiste en politizar a estas nuevas clases populares, por medio de luchas análogas a la entablada por los asalariados de Onet. Su victoria demuestra que lo improbable no deja de ser posible. El “frente cultural”, articulado en los frentes económico y político es exactamente eso. Quizá no lo saben, pero los huelguistas de Onet son los verdaderos herederos de Gramsci.