¿Qué hacer para combatir a la extrema derecha?

2024/09/17
aberria-kBMH-U2201077714952d0F-1200x840@Diario Vasco.webp
Preocupadas por la expansión del discurso ultraderechista, también en Euskal Herria, traemos este texto del libro "Trumpismos. Neoliberales y autoritarios" (Ed. Verso, 2024) en el que el autor, Miguel Urbán, ofrece claves para combatir a la extrema derecha y expone por qué la solución no es que la izquierda tienda al "extremo centro".

"Trumpismos. Neoliberales y autoritarios" (Miguel Urbán,; Ed. Verso, 2024; pág. 276-280)

El neoliberalismo lleva décadas atacando cualquier estructura comunitaria, asociativa y organizativa que pueda vertebrar una sociedad densa, estructurada con identidades de clase. Por ello es vital la reconstrucción del tejido comunitario, ya sea en forma de organizaciones de clase, de movimientos sociales, de sindicalismo social de plataformas como la PAH o el Sindicato de Inquilinos -en España-, la Coordinadora Nacional de Usuarios en Resistencia -en México-, el Movimiento de Trabajadores Sin Techo -en Brasil- y las nuevas formas de sindicalismo vinculadas a conflictos contra la acuciante precariedad laboral. Repitamos: no hay mejor antídoto contra el “aliento helado de la sociedad mercantil” en la que crecen los monstruos de la a derecha que oponer el aliento cálido de las solidaridades de clase.

El sociólogo César Rendueles reflexiona que, en términos generales, la ultraderecha “está desarrollando una estrategia de nicho vacío: detectando y ocupando los espacios que la izquierda deja libres porque nos resultan conflictivos, porque es difícil intervenir en ellos o porque no les damos importancia”. Más allá de la incapacidad que hasta ahora están mostrando algunas derechas para conseguir implantarse en los barrios populares, nos debería inquietar lo que Rendueles identifica como estrategia de nicho vacío y, sobre todo, nos debería ocupar conocer cuáles son esos espacios para remediar la falta de atención y organización en ellos.

Uno de esos espacios en disputa -uno de los más importantes, diría- es el concepto de “seguridad”. Vicenç Navarro escribía hace unos años: “Hay que entender que es racista no el más ignorante, sino el más inseguro. Es precisamente esta inseguridad lo que explica el gran crecimiento de la derecha y ultraderecha en Europa”. En este sentido, ante la inseguridad por la competencia laboral y la pérdida de derechos y prestaciones sociales, se exacerba la utilización del aparato represivo y penal como herramienta principal para resolver los problemas de inseguridad social. Ese es el camino que la extrema derecha utiliza para introducir un pensamiento bélico a través de un supuesto «enemigo», palabra clave en el pensamiento de uno de los grandes ideólogos del régimen nazi, Carl Schmidt. A partir de «enemigo» se edificó todo el derecho penal de la dictadura hitleriana: el «enemigo» ni se readapta, ni se reintegra, ni se resocializa, sencillamente se le abate, se le mata, se le destruye. De esta forma, el populismo punitivo se configura como la demanda, presuntamente popular, dirigida a los poderes públicos de más mano dura, de mayor eficacia ante el delito, de continua acción represiva contra el diferente. Y bajo esta lógica punitiva, la pobreza, más bien quienes la sufren, se constituye como «enemigo». En este «nicho vacío» donde confrontar, hemos pasado de atender la pobreza desde la extensión del Estado social a aplacarla con un Estado policial: «mano dura», más policía, más cámaras, más tecnología de vigilancia y más reclusos en las cárceles. No es casual la penetración de la extrema derecha en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado donde, más allá del voto y como han alertado informes de la misma Europol, se está produciendo un reclutamiento de integrantes radicales.

Disputar el concepto de «seguridad» supone problematizar la lógica punitiva para oponer un horizonte de derechos sociales, lo que es esencial para poder responder desde una óptica de clase a las inseguridades que generan las políticas neoliberales. Es clave impedir que las políticas punitivas atraviesen el tuétano de las clases populares estigmatizando la migración y la pobreza, y favoreciendo la guerra de los últimos contra los penúltimos. Realmente nos enfrentamos a una crisis de derechos que, como se ha observado, plantea una pregunta clave: ¿Quién tiene derecho a tener derechos? La forma de responder a esta cuestión bifurca el camino de los próximos tiempos: o bien combatimos o bien allanamos el camino a la extrema derecha.

No podemos negar que la violencia ha aumentado, aunque evidentemente parte de su origen está en las fuertes desigualdades y en la destrucción de las economías locales, fenómeno idiosincrático del neoliberalismo. El narcotráfico, las maras y las pandillas han secuestrado la democracia misma, favoreciendo la extensión del populismo punitivo, como muestra la gestión de Bukele en El Salvador. En este sentido, el discurso de reparto de la riqueza, de la eliminación de las desigualdades y el ensanchamiento del Estado social puede sonar poco realista para afrontar los problemas de violencia que efectivamente sufre la comunidad. La izquierda tiene el reto de presentar alternativas creíbles al populismo punitivo de mandatarios como Bukele. Ante la creciente violencia estructural, pensar en modelos de seguridad comunitaria como los que se desarrollan en algunas regiones de México, se torna un elemento central no solo para combatir la violencia en sí misma, sino para reconstruir los lazos comunitarios fragilizados.

Consecuencia de la inseguridad, la violencia y la inestabilidad, sobre todo en el Norte global, es el deterioro de la salud mental. Según el psiquiatra italiano Franco Basaglia, «bajo toda enfermedad psíquica hay un conflicto social». No es posible comprender esta problemática de nuestro tiempo sin un contexto generalizado de privatización y desmantelamiento de lo público, de extensión de la precariedad laboral y de imposición de un estrés social aparejado a las políticas neoliberales. De hecho, así lo explica Fisher: “La privatización del estrés ha sido una parte central del proyecto cuya meta principal fue la destrucción del concepto de lo público, ese concepto del cual depende, fundamentalmente el confort psíquico.”

Está comprobado que la precariedad laboral y el miedo a perder el trabajo genera unos altos niveles de sufrimiento sostenido (estrés, ansiedad...), tratado habitualmente con ansiolíticos y otros fármacos al ser considerado como trastorno mental. La farmacología permite amortiguar ese sufrimiento social que genera el neoliberalismo para hacerlo compatible con las necesidades de mercado. Una angustia social, que a raíz de la pandemia de la covid-19 se ha acrecentado de forma exponencial en forma de ansiedad y depresión. Este «nicho vacío» también ha sabido politizarlo la extrema derecha ofreciendo un refugio identitario excluyente que encauza el creciente malestar contra minorías (migrantes, musulmanes, etcétera) para tratar ese dolor social. Es indispensable, entonces, problematizar la salud mental buscando alternativas desde la profundización en lo social, recuperando las estructuras públicas, exigiendo condiciones laborales dignas y una amplia cobertura de la seguridad social que pueda ofrecer sostén y acompañamiento psicológico de calidad.

Otro elemento crucial en esta lógica de «nicho vacío» es hasta qué punto un desencanto -o, incluso, cierta orfandad- en la izquierda puede traducirse en un desplazamiento de votantes hacia la extrema derecha. No podemos dejar de recordar la clásica tesis de Walter Benjamín: “Cada ascenso del fascismo da testimonio de una revolución fallida”. Una sentencia cuya vigencia y pertinencia resuena más que nunca, no de forma estrictamente literal, para comprender cómo el ascenso del neoliberalismo autoritario y del neofascismo está estrechamente relacionado con las debilidades actuales de la izquierda. Tesis útil para exigir, ante los riesgos que supone, que los gobiernos de izquierdas cumplan con las expectativas de las clases populares, sin moderarse. Porque cuando se truncan las expectativas, surge la insatisfacción y la frustración que alimentan las pasiones oscuras sobre las que se construye la internacional reaccionaria. La ruptura de las expectativas alimentan la lógica del «no se puede», del There is no alternative (TINA), del «todos son iguales» de la antipolítica neoliberal.

Especialmente interesante es el ejemplo latinoamericano. Puede que sea la región donde la disputa contra el neoliberalismo no solo ha sido más intensas, sino que ha llegado a gobernar durante al menos una década progresista. La ola reaccionaria internacional que se ha asentado con fuerza en América Latina es, en cierta medida, una traslación de un fenómeno global como reacción a la década progresista y a sus límites para enfrentar la crisis sistémica capitalista. Tal y como apunta el informe de Jacobin América Latina sobre la protesta social del 2018 al 2022: “La extrema derecha latinoamericana tiene la peculiaridad de que no emerge como respuesta a una crisis de hegemonía neoliberal, como en Europa y EE. UU., sino al retroceso de un ciclo progresista que fue precisamente una contestación a la crisis del neoliberalismo de fines de los noventa.”

Puede que sea aquí donde la afirmación de Benjamín cobre una importancia mayor. Si la izquierda no ofrece alternativas al desorden, a la crisis climática, a la inseguridad social, a la gestión de las migraciones y a la creciente desigualdad, estos espacios los ocupa la extrema derecha desde una óptica de la exclusión, desde el punitivismo, la criminalización del diferente.

Desde la izquierda debemos de preguntarnos qué hemos hecho (y qué no hemos hecho) para que la extrema derecha haya conseguido ser percibida como expresión del malestar y vehículo de la protesta electoral. ¿Por qué la izquierda ha dejado de ser una herramienta de federación del descontento y de la impugnación, de lucha contra el establishment, de ilusión de las y los de abajo? Y, sobre todo, ¿cómo puede volver a serlo?

La tarea de repensarse desde la izquierda no puede pasar en ningún caso por transitar los temas que fascinan a la extrema derecha: proteccionismo, soberanismo excluyente y política antiinmigración. Muchas veces, al no abordar estos problemas en el marco de la reconstrucción de un proyecto basado en la organización autónoma de la clase trabajadora, con una propuesta de sociedad ecosocialista y feminista, puede parecer que de lo que se trata es de «disputarle» las propuestas a la extrema derecha, en uno de esos ejercicios sin futuro consistentes en mimetizarse con el adversario para «robarle» sus éxitos. Esa táctica le puede funcionar a la derecha cuando copia los aspectos más superficiales de la izquierda, pero lleva a la izquierda a su impotencia total y a su autodestrucción. Esa lógica conduce a que hablemos menos de democracia, de redistribución de la riqueza, de planificación ecológica de la economía, de renacionalizar sectores económicos, de ampliación de derechos. Y, lo que es más grave, no solo se habla de lo que la extrema derecha quiere que se hable, también de la forma en la que ellos quieren que se establezca el debate. Por ejemplo, y paradójicamente, se presenta a la clase obrera como racista, corporativa y resentida al mimetizar la propuesta política reaccionaria con lo que se conoce como «obrerismo». Es decir, se acepta y extiende la idea sobre la clase obrera que la extrema derecha quiere que se acepte y extienda. [...]

En el combate contra el ascenso electoral de la extrema derecha existe la tentación de intentar frenar su avance cerrando filas, acríticamente, con los partidos del «extremo centro» en una estrategia frentepopulista que puede contribuir a generar tres derivadas muy peligrosas. Primero, a seguir alimentando las supuestas bondades democráticas y progresistas de quienes han puesto todo de su parte para que se produzca esta situación, reforzando de ese modo la trampa binaria que nos obliga a elegir entre populismo xenófobo o un neoliberalismo que se presenta como «progresista» en el reflejo del espejo de la bestia autoritaria. En segundo lugar, abrazarse al «extremo centro sin contrapesos le deja en bandeja a la extrema derecha el monopolio del voto protesta anti-establishment y la etiqueta tan útil de outsider de un sistema que genera cada vez más malestares. Por último, este tipo de alianzas suelen supeditar la independencia de las organizaciones de izquierdas respecto al extremo centro-neoliberal, todo por mantener su alianza frentepopulista contra la extrema derecha, evitando la confrontación social al arrinconar a la izquierda y reducirla a la insignificancia. [...]

Fortalecer el poder social de la clase trabajadora en sentido amplio es también vital: no basta con pedir políticas redistributivas «para mejorar la vida de la gente», se trata de exigir reformas que favorezcan a la clase trabajadora, fortaleciendo sus posiciones estructurales en la sociedad y su capacidad de lucha. Y esto, en un momento de crisis ecológica donde están en juego los bienes comunes necesarios para el sostenimiento de la vida supone, como decía Daniel Bensaid, «atreverse a incursiones enérgicas en el santuario de la propiedad privada» y construir un espacio público en expansión, sin el cual los mismos derechos democráticos estarán condenados a desaparecer. La urgencia ecológica es tal que es y será imposible evitar los peligros que ya afrontamos sin romper con la lógica de la acumulación capitalista.